domingo, 27 de noviembre de 2011

Pablo

Pablo Robles. Así se llamaba un amigo de la infancia, el que cabalgaba sobre el Rocky, el perro más maligno de la zona sur-oriente de Santiago, Provincia Cordillera. Él y su familia fueron prácticamente nuestros únicos vecinos hasta 1987. Era un compañero más en las locas aventuras de Jaimito y sus niños nativos por cerros y quebradas, junto a su padre, Don Rodolfo, un ex comando del ejército, lo que ciertamente mucho debe haber influido en mis recuerdos extreme hardcore outdoor infantiles. El Pablo tenía unos años más que nosotros, pero no importaba a la hora de jugar, empujar la carretilla o ir a recoger fruta a la quinta.

Cuando nos fuimos a La Florida, mi papá conservó un tiempo más la casa del Cajón. Íbamos los fines de semana, por el día, cuando él y sus hermanos ocupaban la casa que había sido del Lolo, Don Luis, la primera muerte cercana de mi existencia. Luego vino la del Tío Jimmi, mi bisabuelo fox-trot empaná chilena, en 1988. Ambos murieron mayores, enfermos. Pablito no. Estaba lejos de ser mayor; tenía apenas 16 años.

Habíamos ido a la casa de algún tío. Regresando a nuestros últimos meses en el 19 de La Florida, encendimos la tele que en esos tiempos estaba en el living. Las noticias. Lo primero que vemos es una foto carnet. ¡Es el Pablo! El Pablo, que había muerto por una bomba en La Obra, a poquísimos km de nuestras casas y muchos menos metros de la línea del tren y los vagones vacíos plagados de murciélagos que explorábamos con Jaimito luego de robar unas ramas alargadas del sauce de la compañía de bomberos para hacerme una corona.

Muerto. Bomba. Muerto.

No recuerdo nada más que mi mirada fija en la tele. La imagen detenida de la foto de Pablo no debió durar más de unos segundos, pero en mi mente es como si fuera lo único que hubiera quedado fijo en la pantalla mientras transcurrían algunas palabras que no supe retener. Mi papá partió al Cajón donde Don Rodolfo. Debe haber sido, imagino, uno de los momentos más tristes de su vida. Creo que de la mía también, enterrada en mi memoria desde los seis años. Si no, no me explico el olvido que no es olvido, esa memoria que resurgió hace dos días a propósito del comentario de mi hermana.

El Pablo.

El Pablo y los recortes que esos días saqué de los diarios para archivar en una carpeta que de seguro está por ahí guardada, tan guardada como estaban mis recuerdos esperando salir.